La Caperucítala
Érase una vez una niña llamada Caperucítala, a la cual se le han hecho cientos de versiones de su cuento. Sin embargo, ella no conocía ninguna porque odiaba leer. Caperucítala era más linda que Miss Viejo Mundo 1795. Pero tenía un carácter muy fuerte, una habilidad fuera de lo común para los deportes, y por si fuera poco, era una experta en artes físico-culturistas y en artes marciales. Un día la madre le pidió que fuera a casa de su abuelita que se encontraba enferma, y le llevara mermelada de plátano con chirimoya. Caperucítala se alegró mucho -de ir, no de tener a la abuelita enferma-, y abrigándose bien por el intenso frío que había, partió rauda. La anciana vivía a dos cuadras de su casa. Pero la niña, para entretenerse un poco, tomó el camino más largo, Corrió, corrió y corrió, hasta que se puso roja.
Una vez internada en el espeso bosque de eucaliptus, robles, pinos, ébanos, helechos gigantes, varios maceteros con plantas ornamentales y un bonsai, se le apareció un lobo grande, astuto y más malo que un troll, un ogro y un orco juntos. Venía vestido de traje azul marino y corbata roja, llevaba un portafolio negro en la mano y con cara de yo no fui. En fin, la típica imagen de un ejecutivo serio y supuestamente respetable. -Buenas. ¿Cómo te llamas, niña? -A ti no te importa –le respondió dulcemente Caperucítala. -Mira, yo soy Inspector de la Superintendencia de Bosques y Zanjas y estamos haciendo una encuesta. ¿Puedo hacerte unas preguntas? -No. -Pero, fíjate, podrás participar en un sorteo y ganarte una semana de vacaciones en un hotel de tiempo compartido… -¡Córtala, Lobo! ¡Déjate de tonterías, que yo sé quién eres! El animal se molestó, pero no le quedó más remedio que marcharse con el portafolio y el rabo entre las patas. Él quería darse un banquete con la niña, pero le parecía poca cantidad de comida. Estaba interesado en averiguar a dónde se dirigía ella, y con quién se encontraría para aumentar el festín. Como no lo pudo saber en su primer intento, se le ocurrió seguirla y averiguarlo. Para no levantar sospechas, primero se disfrazó de ciruelo. Así, caminaba a hurtadillas detrás de Caperucítala. Sin embargo, ésta se dio cuenta y le apretó con fuerza la nariz, comentando en voz alta que aquella ciruela estaba verde aún. Pero como Lobo era más persistente y molestoso que una mosca en la cara de un animador de televisión, continuó con sus enmascaramientos. Se disfrazó de pingüino, de señal de tránsito. Más tarde de inodoro, pero siempre la niña –de una u otra manera- lo descubría. Cuando llegaron al final del camino, por detrás de la casa de la abuelita, Caperucítala se puso a recoger sandías silvestres, colocándolas en su canastita de mimbre. Habría que ser muy estúpido para no darse cuenta a dónde iba finalmente la niña, y como el lobo no lo era, porque había hecho un diplomado, un magíster y un doctorado en una universidad muy prestigiosa, aprovechó el momento para entrar en la casa por la puerta trasera. Rápidamente, adobó a la abuelita con sal, pimienta, mayonesa y cilantro, y de un tirón se comió completa a la pobre viejita, que se revolvía en el estómago del lobo sin comprender lo sucedido. Enseguida, éste se puso el camisón, el gorro de dormir y se metió en la cama. Cuando Caperucítala llegó a la habitación, se detuvo extrañada. “Sé que la abuelita no se baña hace como tres días por su enfermedad, pero ni así puede tener este mal olor. Creo que por aquí hay lobo encerrado”, pensó con viveza la niña. Al acercarse a la cama lo comprobó. -¿No me vas a preguntar qué ojos más grandes yo tengo? –le dijo el animal. -Me imagino que los tienes así porque te asustaste mucho al verme con este cuchillo en mi cesta. -¿Y no te interesa saber por qué tengo una boca tan grande? -¡Por favor, Lobo! ¡Esas cosas son para niños chicos! ¿A quién vas a engañar? –le respondió Caperucítala con un gesto de desdén. El lobo, enojado, no esperó más. Dando un salto, vociferó con furia: -¡Caperucítala Rójula! -¡Eres un Lóbulo! ¡Un animábulo Ferózulo! –le devolvió el grito la niña.
Entonces el lobo trató de atrapar a la niña. Pero Caperucítala le colocó un palo dentro de la boca impidiéndole que la cerrara. Después, le propinó varios golpes de karate en el tórax. Acto seguido saltó y caminó con agilidad por la pared y el techo, descendiendo por detrás del lobo, mientras le lanzaba tres patadas, que hicieron caer al animal. Una vez en el piso, la niña le amarró las patas a la espalda. Entonces, con el cuchillo, le abrió el estómago y rescató a su abuelita. Mientras la anciana se bañaba para quitarse de encima los jugos gástricos del lobo, Caperucítala le cosió la herida al animal, no sin antes sacarle toda la piel del cuerpo. -Ahora te vas de aquí y dentro de tres días pasa por la oficina de objetos extraviados del guardabosque, llena una planilla y recoge tu piel. El lobo huyó de allí, corriendo a toda velocidad. Corrió tan rápido, pero tan rápido, que si se hubiera puesto a darle vueltas a un árbol, fácilmente se hubiera podido morder él mismo su oreja por detrás. Así, Caperucítala y su abuela, sus padres, hermanos y hasta un primo lejano, hijo de una tía segunda, casada con el guardabosque, fueron muy felices… Bueno, en realidad Caperucítala, así de momento, no fue tan feliz como los demás, porque a partir de lo sucedido, entrenó y desarrolló tanto su cuerpo, que se le engarrotaron todos los músculos. Entonces, obligada por el reposo, se preocupó por desarrollar más su mente. Leyó miles de libros, entre ellos las versiones que se le han hecho a su cuento -incluyendo ésta, por supuesto. Cuando creció, Caperucítala Roja se casó con un príncipe azul y tuvieron hijos violetas.
La Caperucítala” pertenece al libro “Pepito y sus libruras”. Colección “La risa de Pepito”. Editorial Alfaguara Infantil-juvenil. Chile)